Se cumple hoy el centenario del nacimiento de Leonardo Gallardo Heredia, quien por breve tiempo (desde su ordenación episcopal en mayo de 1960 hasta su temprana y trágica muerte, en mayo de 1961) fue Obispo Titular de Aerópolis y Auxiliar de San Juan de Cuyo.
Nació el 28 de noviembre de 1915, estudió en el seminario de Córdoba, y fue ordenado presbítero en 1941. Se dedicó por muchos años a la formación de nuevos sacerdotes en el seminario de Jesús María, en la provincia de Córdoba. San Juan XXIII lo nombró obispo en febrero de 1960, dándole los cargos mencionados en el párrafo anterior. Fue consagrado en la Catedral de San Juan el 8 de mayo de 1960, pero apenas un año más tarde, en mayo del año siguiente, falleció en un accidente automovilístico.
Compartimos su escudo episcopal gracias al tantas veces mentado libro de José Luis Batres, "Obispos de la Argentina". Nos encontramos con un escudo de forma francesa antigua, cuartelado, que lleva perfilados de plata tanto la boca del escudo como cada campo.
Primero de plata, lleva un orbe, sumado de un Ojo de Dios a su vez sumado de una cruz cristiana de oro. Segundo de sinople, una lámpara de aceite de oro, con una llama de fuego al natural saliendo de su pico. Tercero de gules, dos peces de oro y una canasta con panes al natural. Cuarto de oro, una paloma de plata volando en descenso. No es difícil identificar el significado de estos símbolos cristianos usados en el escudo de monseñor Gallardo Heredia.
El escudo lleva galero episcopal de sinople y un báculo acolado en palo.
En cuanto al lema, se trata de una célebre frase de San Pablo, pronunciada en el Areópago de Atenas. Transcribimos en primer lugar el discurso del Apóstol, completo, resaltando con negrita la frase específica que forma el lema episcopal:
«Atenienses, veo que ustedes son, desde todo punto de vista, los más religiosos de todos los hombres.
En efecto, mientras me paseaba mirando los monumentos sagrados que ustedes tienen, encontré entre otras cosas un altar con esta inscripción: «Al dios desconocido». Ahora, yo vengo a anunciarles eso que ustedes adoran sin conocer.
El Dios que ha hecho el mundo y todo lo que hay en él no habita en templos hechos por manos de hombre, porque es el Señor del cielo y de la tierra.
Tampoco puede ser servido por manos humanas como si tuviera necesidad de algo, ya que él da a todos la vida, el aliento y todas las cosas.
Él hizo salir de un solo principio a todo el género humano para que habite sobre toda la tierra, y señaló de antemano a cada pueblo sus épocas y sus fronteras, para que ellos busquen a Dios, aunque sea a tientas, y puedan encontrarlo. Porque en realidad, él no está lejos de cada uno de nosotros.
En efecto, en él vivimos, nos movemos y existimos, como muy bien lo dijeron algunos poetas de ustedes: «Nosotros somos también de su raza».
Y si nosotros somos de la raza de Dios, no debemos creer que la divinidad es semejante al oro, la plata o la piedra, trabajados por el arte y el genio del hombre.
Pero ha llegado el momento en que Dios, pasando por alto el tiempo de la ignorancia, manda a todos los hombres, en todas partes, que se arrepientan.
Porque él ha establecido un día para juzgar al universo con justicia, por medio de un Hombre que él ha destinado y acreditado delante de todos, haciéndolo resucitar de entre los muertos».
El lema episcopal, en efecto, es la frase "In ipso enim vivimus et movemur et sumus": "En él vivimos, nos movemos y existimos".
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