martes, 27 de mayo de 2014

Escudo de monseñor Adolfo Armando Uriona


Adolfo A. Uriona nació en Mar del Plata un día tal como hoy, el 27 de mayo de 1955. Fue ordenado sacerdote para la Pequeña Obra de la Divina Providencia (más comocida como Obra de Don Orione) en 1980. San Juan Pablo II lo eligió como Obispo de Añatuya en el año 2004. Desde el 29 de mayo de ese año ejerce ese cargo.

Su escudo episcopal, que se ve junto a estas líneas, viene así descripto y explicado en la página web de la Diócesis de Añatuya:

«Como fondo del escudo percibimos dos campos: el superior de color  púrpura, que simboliza el Amor y la Sabiduría; el inferior, de color verde que expresa simbólicamente la Fe y la Esperanza.

En el campo superior encontramos la cruz dorada, que es la cruz “gloriosa”, la cruz “luminosa” del Cristo que resucita al alba del primer día.

Sobre el campo inferior resalta una estrella plateada, símbolo de pureza e integridad y que, en la heráldica religiosa, se aplica a María Santísima.

La Cruz dorada refiere inmediatamente al misterio pascual, núcleo central de nuestra Fe; el mismo fundamenta la Esperanza al revelar el designo de Amor de Dios a favor de los hombres.

La verdadera Sabiduría la encontraremos en la Fe en el Cristo Crucificado, el cual durante su vida terrena “pasó haciendo el bien y sanando a todos”. Cuando le llegó la “hora” dispuesta por el Padre, se entrega a la muerte y muerte de Cruz por amor a la humanidad. La revelación plena y total del Amor del Padre se produce en el instante supremo en el cual el Hijo entrega su Vida, obteniéndonos la redención, donándonos su Espíritu y dando origen místicamente a la Iglesia.

Ahora bien, el Señor Crucificado es también Resucitado; pasando por la humillación de la Cruz –la cual irradia una luz especial- Cristo recibe al Padre, para sí y para nosotros, el Espíritu,  fuente de Vida nueva.



María Santísima es la “estrella resplandeciente” que ilumina nuestra débil Fe, porque ella es la “mujer creyente” que ha orientado toda su existencia en relación a su Hijo.

Lo acompañó, sostenida por la Fe, en los momentos claves de su existencia y no dudó en permanecer junto a su Cruz con el corazón traspasado. De esa misma compañía, discreta y fiel, gozarán más tarde los discípulos, en la espera confiada del Espíritu Santo en Pentecostés.

También María es “vida, dulzura y esperanza nuestra”. Su presencia maternal infunde en nuestros corazones tentados por el desánimo, la luz de la Esperanza que nos impulsa a seguir caminando hacia la Casa del Padre aún en medio de la “noche oscura” de nuestra historia.


Completan el escudo el báculo, que indica la misión del obispo de pastorear al Pueblo de Dios y el lema: "Él pasó haciendo el bien"».

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