domingo, 30 de abril de 2017

Sastrería "Williams"

Una vidriera porteña nos ofrece un nuevo ejemplo de aquel principio que este Blog sostiene: hay Heráldica en todas partes.


Se trata de una sastrería  cuyo titular se apellida Williams, y exhibe en lugar destacado el escudo de armas de uno de los linajes (originario de Gales) que lleva ese mismo apellido: de sable, un león rampante de oro;  a modo de cimera, sobre el casco que hace de timbre, un perro blanco (de raza talbot).




La sastrería está ubicada en Salguero 2139; la foto es de Fernando de Urquiza. Y la fecha elegida para esta publicación es un poco caprichosa: corresponde a la fecha probable de la muerte, en Buenos Aires, de un célebre actor  del mismo apellido: Guy Williams, el protagonista de esa maravillosa serie llamada "El Zorro".


sábado, 29 de abril de 2017

Fachadas: Zapata 525

El título de esta entrada debería decir: "Zapata 525 y aledaños". Porque los motivos heráldicos que hoy mostramos corresponden, el primero a  esa dirección, y el segundo a la casa contigua,  justo en la esquina con Gorostiaga.




Las fotos son de noviembre de 2015

viernes, 28 de abril de 2017

Emblemas barriales: Villa Ortúzar

El 29 de abril de 2016, hace un año,  nos ocupamos del emblema de la Junta de Estudios Históricos del  barrio de Villa Ortúzar,  a partir de un bello vitral que se encuentra en la estación Tronador del subte porteño.




No lejos de allí hallamos otras dos versiones del supuesto emblema barrial, que mostraremos a continuación.

Una de ellas en un mural callejero en una plazoleta:



La otra versión corresponde al escudo de un club, "El Sol de Villa Ortúzar", y por eso muestra el escudo dentro de un sol, sin esmaltes:


En el escudo están representados el palomar de Ortúzar, los tranvías a caballos que pasaban por el barrio y los puentes que existían para cruzar la Avenida de los Incas en los días de lluvia; en la bordura,  las ovejas que pastaban en la zona; por fuera, los ombúes que existían en las inmediaciones. Más precisiones en la entrada publicada un año atrás.

jueves, 27 de abril de 2017

"La Pirámide de la Patria" (2 de 2)

Ofrecemos la segunda y última parte del artículo de Miguel Ángel Scenna, "La Pirámide de la Patria", publicado en el número 10 de la revista "Todo es Historia", correspondiente a febrero de 1968.


En 1875 la Pirámide fue inocente víctima de una curiosa decisión, una de esas extrañas disposiciones cuyas causales se pierden en los sombríos vericuetos de toda burocracia, fuente inagotable de sorpresas. Decidieron cambiar las cuatro estatuas que rodeaban a la Pirámide. Aparentemente ya no gustaban el Comercio, la Agricultura, ni las Ciencias ni las Artes. Precisamente, el Banco de la Provincia acababa de adquirir cuatro estatuas representando a la Geografía, la Astronomía, la Navegación y la Mecánica. Y bien: se sacaron las cuatro de Duburdieu y se metieron las nuevas. Se ignora qué tenía que ver la navegación, la mecánica o la astronomía con el sentido de Mayo y su trascendencia histórica, pero lo cierto es que así ocurrió. El siglo pasado sentía un empecinado amor por las alegorías, y si estaban esculpidas, mejor.

Posteriormente se agregaron los cuatro escudos nacionales churriguerrescamente decorados, en las caras del basamento, y que aún pueden verse. Y así estaban cuando Torcuato de Alvear fue nombrado primer intendente de la Ciudad de Buenos Aires.

Foto propia (2011)

Si alguna vez hubo un intendente acorde a los tiempos, ese fue precisamente Alvear. Era la época de la gran euforia argentina, cuando Buenos Aires se empecinó en imitar a Paris, Berlín o Roma, sin comprender en su apuro que para adquirir carácter hacían falta centurias más bien que arquitectura. Enfermedad de adolescente agrandado. Pueblo nuevo, mal estuche de reliquias, y así fue que las pocas que teníamos comenzaron a ser arrambladas en homenaje a ese abstracto Progreso del que todos hablaban y siempre escribían con mayúscula.

Torcuato de Alvear fue the right man in the right place. No se detenía en minucias sentimentales. Y logró cambiarle la cara a Buenos Aires. La capital argentina no tenía avenidas que dignificaran su pretensión de gran urbe, y Alvear le dio la primera, aunque para eso se llevó por delante diez cuadras de edificación, arrancándole de paso un costado al venerable Cabildo. Así nació la Avenida de Mayo (medio siglo más tarde otro intendente, al abrir la Diagonal Julio A. Roca, le mechó otro pedazo al Cabildo, que de esa manera quedó reducido a la condición de maqueta de sí mismo).


También Alvear la emprendió con la morisca Recova, reduciéndola a cascotes en plazo récord, uniendo la Plaza de la Victoria con la de 25 de Mayo en un solo y amplio espacio, que desde entonces llamamos Plaza de Mayo. Naturalmente, esa flamante inmensidad debía remodelarse, y en los nuevos planos de la plaza no hallaba ubicación la Pirámide, que desde la desaparición de la Recova quedaba más desubicada y perdida que nunca. Para Alvear —que demolía con total prescindencia de factores sentimentales o tradicionales— el asunto estaba claro: la pirámide debía desaparecer, reemplazada por un monumento más pretencioso. El ingeniero Juan Buschiazzo, que andaba en las faenas remodelatorias, presentó un proyecto. Quedan fotos de la maqueta de ese monumento que debió levantarse en mitad de la Plaza, y en ellas se destaca la espantosa monstruosidad que estuvieron a punto de inferirnos. Era una gigantesca obra de repostería, una elevada columna llena de placas, bronces y mármoles, con banderas agitadas al viento y gestos heroicos a carradas, es decir el más elemental lugar común de la escultura, con que de allí en adelante llenaron impunemente a Buenos Aires. El gusto finisecular tenía esas cosas.

Hubo bastante polvareda con eso de demoler la Pirámide. El intendente Alvear y el Concejo Deliberante decidieron en buena hora consultar, en noviembre de 1883, a los hombres más representativos e ilustrados en historia patria. Ellos decidirían sobre la suerte del monumento decano. Los consultados fueron: Bartolomé Mitre, Domingo F. Sarmiento, Vicente F. López. Nicolás Avellaneda, Andrés Lamas, Miguel Estévez Seguí, Ángel J. Carranza, Manuel R. Trelles y José Manuel Estrada. Las conclusiones y dictámenes fueron publicados en los diarios de la época. Las más brillantes defensas de la Pirámide fueron la de Mitre, desde las páginas de “La Nación”, y la de Avellaneda, que apareció en “La Unión”, pero las nueve opiniones no se caracterizaron por la unidad, como lo revelan los resultados de la encuesta: cuatro se pronunciaron por demolerla lisa y llanamente, con la única salvedad de conservar una reliquia del monumento; tres decidieron que se debía dejar tal cual estaba: uno opinó que lo mejor era removerla, y otro que lo más adecuado era restaurarla en su aspecto original. 

De acuerdo a ello, Alvear pudo haberla demolido, pues contaba con mayoría relativa; pero se levantó tal rumor popular y fue tan grande la gritería periodística, que el intendente dejó las cosas corno estaban, por el momento.

Precisamente en medio de la polémica, uno de los consultados arrojó una bomba desde las páginas de “La Nación" del 22 de noviembre de 1883: Carranza aseguraba que debajo de la Pirámide de Mayo había un cofre que contenía las Actas de Mayo, además de medallas conmemorativas de la jura de Fernando VII y de las Invasiones Inglesas, con lo cual echó más leña al fuego. 

Tan sólo dos años después, el 25 de octubre de 1885, retoma las banderas de la demolición nada menos que el Congreso Nacional, que en esa fecha dispone borrar del mapa a la vieja Pirámide y erigir en el centro de la Plaza de Mayo el monumento vetado por la opinión publica en 1883. Todas las provincias contribuirían económicamente con una parte y la Nación lo haría con $ 300.000.- (de entonces). La ley fue promulgada el 4 de noviembre de 1885. ¿Volvíamos a la magnífica fuente de bronce de sesenta años atrás? Más o menos. El país era rico, joven, y quería mármoles y estatuas que aseguraran su potencia a gritos. Se nombró una comisión destinada a presidir la ejecución de la obra. Y pasó lo que siempre ocurre con estas comisiones: se reunió un par de veces y  luego cesó. Luego vino la crisis del 90 y todo se encarpetó para tiempos más propicios. La orgullosa nación que sintiera vergüenza del modesto monumentito que ochenta años antes levantaran los Padres de Esta Tierra, debió sumergirse en otros problemas, y allá quedó el triste edificio de ladrillos y estuco, pobrísimo en su inmensa riqueza, alzando su delgada silueta en la Plaza por Antonomasia.

Proyecto de monumento en el centro de la Plaza de Mayo.
Nótese el Cabildo mutilado.
Sobre Diagonal Norte se proyectaba ubicar el monumento a Garay

Lo único que se hizo, a iniciativa de Eduardo Ortiz Basualdo, y por suscripción popular, fue cumplir con aquel remoto decreto firmado por el brigadier general don Cornelio de Saavedra ocho décadas atrás, que disponía la colocación de una placa de bronce recordando los nombres de dos de los primeros caídos por la causa patria. El 24 de mayo de 1891 se ajustó esa placa en el basamento de la Pirámide, cuyo texto se reduce a un par de nombres: FELIPE PEREYRA DE LUCENA - MANUEL ARTIGAS. 

Pero lo cierto es que la Pirámide estaba mal colocada. Desde su erección trente al Cabildo en 1811, quedaba a la altura de la Catedral. Cuando Alvear remodeló la Plaza de Mayo, se hizo aconsejable correrla hacia el centro, por simple efecto estético. En enero de 1899 el intendente Bullrich solicitó al Ministerio del Interior apoyo económico para correr la Pirámide. Alguien aprovechó la oportunidad para pedir se la recubriera de bronce por sistema galvanoplástico. Pero no pasó nada, ni en uno ni en otro sentido.



La Pirámide, todavía con las cuatro estatuas esquineras (foto de 1903)

Corren los años. Llega 1910. El Centenario. La pujante y vigorosa Argentina se apresta a recibir reyes, príncipes y gobernantes. Es la joya de Sudamérica. Se proyecta un gigantesco monumento en el centro de la Plaza de Mayo, que a todo esto va siendo un poco chica para monumentos demasiado grandes. 



Pero el tiempo no ha pasado en vano. Ya no se habla de demoler a la centenaria Pirámide: se la debe conservar como reliquia. Y aunque aquel majestuoso edificio proyectado en 1910 no fue más allá de la cabeza de sus gestores, la Pirámide fue finalmente corrida hacia su sitio actual en 1912, bajo la supervisión del constructor Anselmo Borrel. 


Medalla conmemorativa de la colocación de la piedra fundamental
del proyectado monumento a la Revolución de Mayo

Precisamente al correrla se notó que era hueca; algunos entendidos la examinaron y aseguraron que no sólo el material era homogéneo, sin trazas de agregados, sino que no había huellas de ladrillos antiguos. En consecuencia, se corrió la voz de que la Pirámide no era la original de 1811, y que ésta había sido derribada en 1857. También se buscó el famoso cofre con las Actas de Mayo y las medallas de que hablara Carranza treinta años antes, pero no se encontró nada. Un misterio menos. 


Foto publicada en "Caras y Caretas" en noviembre de 1912
Como persistiera la duda de si la Pirámide original había desaparecido, la Junta de Historia y Numismática Americana —hoy Academia Nacional de la Historia—, bajo la presidencia del Dr. Enrique Peña, encomendó a J. A. Pillado, Juan Pelleschi y Pastor S. Obligado, la tarea de investigarlo. Mientras Pillado y Obligado revolvían archivos y expedientes, Pelleschi solicitó y obtuvo permiso del intendente Anchorena para efectuar cateos en la Pirámide. En total efectuó diez sondajes a diversas alturas, removiendo el revoque en superficies limitadas hasta llegar a la mampostería. Los estudios sobre el monumento coincidieron con las investigaciones en los archivos: la actual Pirámide está construida sobre la antigua, la cual se encuentra —según el informe— en perfecto estado, cubierta como está de la intemperie. Incluso dentro de ella sigue estando la estaca de madera dura que el constructor Francisco Cañete colocó para aumentar la resistencia y sostener el vaso decorativo de los primeros tiempos.  El primer punto de las conclusiones a que llegó la Comisión dice textualmente: 
“Que nada justifica la duda sobre la existencia de la antigua Pirámide pues se conserva debajo de los agregados que se le aplicaron en 1857, sin otro menoscabo que haber perdido el extremo superior de la aguja y la reja con pilares que la circundaba”.
Pero... la misma Comisión aconsejaba derribar la estatua de la Libertad, lo cual nos suena hoy a sacrílego. Por suerte, la idea no se abrió camino. Sí, en cambio, el consejo del punto cuatro de las conclusiones: 
“Que las figuras agregadas a su pedestal, no armonizan absolutamente con el pensamiento de Mayo y así como la primera (es decir, la de la Libertad), pueden ser demolidas sin herir los sentimientos del pueblo”.
Y en buena hora le sacaron las cuatro estatuas esquineras que nada decían ni agregaban, así como la reja, sustituida por un suave foso cubierto de césped. 

En la sesión del 4 de mayo de 1913, la Junta de Historia y Numismática Americana decidió publicar los importantes informes oportunamente elevados por sus miembros Pastor S. Obligado, José Antonio Pillado y Juan Pelleschi, dándose a imprenta y apareciendo ese mismo año con el título “La Pirámide de Mayo”, folleto de 72 páginas, de fundamental valor para estudiar el tema, y que hemos tenido permanentemente a la vista mientras redactábamos estas líneas. 

Seguía en pie, pese a todo, aquella ley de noviembre de 1885 que prescribía la demolición de la Pirámide y la erección de otro monumento. En cualquier momento podía resucitar el viejo espíritu y ordenarse el cumplimiento de la ley. El peligro se aventó cuando ésta fue definitivamente derogada en 1922. Ironías de la historia, quien estampó su firma al pie del documento fue el Presidente de la República, don Marcelo de Alvear, hijo del intendente iconoclasta. 

El 25 de mayo de 1941 la Comisión de Monumentos Históricos descubrió, cerca de la base de la Pirámide, y a espaldas de la estatua de la Libertad, una ancha place de bronce sobre basamento, explicando la alcurnia de ese lugar patricio. Finalmente, el 25 de mayo de 1960, las autoridades uruguayas obsequiaron a la Argentina otra placa similar que fue colocada simétricamente respecto de la anterior, en el lado este. Su texto dice: HOMENAJE DEL GOBIERNO Y PUEBLO ORIENTAL A LA GRAN NACIÓN ARGENTINA EN EL SESQUICENTENARIO DE LA REVOLUCIÓN DE MAYO. FECHA GLORIOSA CON LA CUAL SE INICIÓ EL PROCESO DE EMANCIPACIÓN DE LOS PUEBLOS DEL PLATA. En cierta forma, nuestros amigos uruguayos estaban ayudando a cumplir con una vieja disposición de aquel Congreso General Constituyente de 1826…

El Cabildo restaurado (1940)

Pero en verdad, la odisea de la Pirámide de Mayo llegó a su término el 21 de mayo de 1942, cuando por decreto del Poder Ejecutivo Nacional, N° 140.412, el viejo obelisco fue declarado Monumento Histórico. Ya nadie lo puede tocar, y roguemos a Dios que lo guarde de los hombres y de las vicisitudes históricas. Méritos sobrados tiene para todo nuestro respeto. Su imagen de deslumbrante altura, envuelta en remolinos de palomas, destacándose contra el fondo rosado de la Casa de Gobierno, es ya patrimonio del alma argentina. Desde su elevado pedestal, la Libertad clava sus ojos de mirada eterna en el edificio desde donde nos rigen. En el centro de la Plaza que es el corazón histórico de la Argentina, ha visto pasar a todos los gobiernos, ha sabido de todas las desdichas de nuestro pueblo, y ha sido testigo de sus horas de grandeza. Nada de nuestro pasado le es ajeno. Que presida, pues, nuestro futuro. 

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Hasta aquí, el delicioso artículo que leí hace 50 años y que conservo, como un documento inapreciable, desde entonces. Pero, ¿podríamos continuar la historia de la Pirámide hasta nuestros días? Un par de datos:

Recuerdo que la Plaza de Mayo fue remodelada en los años 70 u 80; en el cantero que  rodea a la Pirámide se colocó tierra de todas las provincias y de Tierra Santa. Más tarde, tuvo lugar otra reforma; en el piso alrededor del monumento se pintaron pañuelos blancos. Otra restauración de la Pirámide tuvo lugar en 2010, con ocasión del Bicentenario, gracias a la iniciativa privada de un estudio de restauración, que costeó tanto los materiales como la mano de obra. 

Restauración de 2010

Y en febrero de este año comenzó la actual restauración integral, que es la ocasión inmediata de estas dos entradas, la de ayer y la de hoy.  En el marco de esta restauración, las cuatro estatuas que estuvieron hasta 1912 al pie del monumento, y que se encontraban hasta ahora frente a la Basílica de San Francisco, vuelven a sus lugares.


Las cuatro estatuas de las esquinas de la Pirámide,
 preparadas para volver a ser colocadas en sus lugares respectivos

Como este Blog habla de Heráldica, terminamos con dos fotos de los trabajos de este año, en las que se ven los dos escudos patrios que tiene el monumento: el que sostiene a su lado con su mano la Libertad de la cúspide, y uno de los cuatro iguales, "churriguerrescamente decorados", que tiene la base.



Publicamos esta entrada en el 160° aniversario de la inauguración de la Pirámide de Mayo en la versión actual confeccionada por Prilidiano Pueyrredón.

miércoles, 26 de abril de 2017

"La Pirámide de la Patria" (1 de 2)

Hace muchos años, siendo todavía un adolescente o incluso un niño, tuve ocasión de leer el artículo titulado "La Pirámide de la Patria" que fue publicado en el número 10 de la revista "Todo es Historia" en febrero de 1968.  Mi padre compró la revista casi todos los meses, por largos años, desde su aparición en mayo de 1967. La colección, incompleta pero voluminosa, pasó por los avatares de un par de mudanzas traumáticas y, finalmente, a fines del siglo XX, sufrió la inundación del sótano donde se conservaba. Pero antes de esa triste pérdida, yo ya había podido rescatar las páginas de aquel maravilloso artículo de 1968, que aun conservo, junto con par de artículos más que ya hemos evocado en este Blog ("La bandera azul y blanca...",  "Argentinos y españoles", entre otros).  A su vez, la nota "La Pirámide de la Patria"  ya fue mencionada en esta bitácora virtual el 6 de abril de 2011, al celebrarse el bicentenario del primer monumento porteño.


Foto propia (2011)

Se celebran en pocos días los 50 años de la creación de "Todo es Historia"; se cumplen mañana 160 años de la "reinauguración" de la Pirámide de Mayo en su versión actual; el venerable monumento acaba de ser restaurado; estamos a las puertas de las Fiestas Mayas de 2017, en cuyo contexto se cumple, en este año, el 75° aniversario de la declaración de la Pirámide como Monumento Histórico Nacional.

Obras de restauración de la Pirámide de mayo, febrero de 2017

Todas estas circunstancias ofrecen una inmejorable ocasión para traer "La Pirámide de la Patria" de Miguel Ángel Scenna, en versión completa, a las páginas virtuales de este Blog. 

Por ello, ofrecemos desde hoy, en dos entregas consecutivas, el artículo "La Pirámide de la Patria", ilustrado con fotos propias, otras halladas en la Red, y otras obtenidas del libro "Historia de la Pirámide de Mayo", de Rómulo Zabala. También incluimos los esquemas y "planos" de la Pirámide publicados en la nota original. Con la transcripción de tan excelente artículo entendemos estar prestando un servicio a la cultura argentina, aunque sólo tangencialmente abordemos cuestiones heráldicas. Respetamos el texto original con mínimas adecuaciones (la puntuación y algunas letras son casi invisibles en las viejas hojas amarillentas que poseemos).





LA PIRÁMIDE DE LA PATRIA
por Miguel Ángel Scenna

Con hermosa y regular caligrafía, doña María Guadalupe Cuenca comunicaba a su ausente marido: “…en la plaza principal están levantando una pirámide…”. El ausente marido era el doctor Mariano Moreno; la fecha de la carta, 20 de abril de 1811; y la carta en sí, la primera referencia de un particular que tenemos sobre la Pirámide de Mayo.

Hoy podría parecer curioso que el asunto mereciera ser incluido en una misiva privada, cariñosa, familiar, es decir, el lugar menos propicio para hablar de monumentos; sin embargo poco después la madre de Moreno escribe al hijo y vuelve a mencionar el tema: “Se está haciendo una Pirámide en la plaza para el 25 de mayo”. Lo cual demuestra que los orígenes de la misma se desarrollaron entre comentarios y que llamó mucho la atención en aquellos comienzos de 1811.

Se explica el asombro, ya que Buenos Aires carecía de monumentos, jamás había tenido ninguno, y éste que se preparaba habría de ser el primero de la ciudad porteña. Y sería el único por medio siglo, hasta que en la plaza homónima se levantara la estatua de San Martin sobre un pedestal mucho más modesto que el actual, señalando hacia las cumbres andinas por sobre las quintas y despoblados del Retiro.

Vale decir que sobre la Pirámide de Mayo gravita toda la historia argentina independiente. Es merecedora de que traigamos su recuerdo al presente.

Fue concebida al tiempo que estallaba el primero de los innumerables golpes de estado que festonean nuestra vida política. En efecto, el 5 de abril de 1811 —en tanto se desarrollaba la asonada que barrió con los morenistas e inauguró la breve dictadura de Saavedra— el Cabildo estudiaba el programa de festejos con que se conmemoraría el primer aniversario de la Revolución. Entre los arcos triunfales, guirnaldas y cartelones que adornarían la Plaza de la Victoria se pensó erigir un obelisco alegórico, de yeso y madera, efímero, para el acto mismo y destinado a desaparecer después; pero la idea evolucionó hacia algo más sólido y persistente cuando Juan Gaspar Hernández propuso hacerla con ladrillos, para que permaneciera definitivamente frente al Cabildo. El monumento ostentaría el escudo de la ciudad y en sus caras se grabarían inscripciones alusivas al 25 de Mayo de 1810 y a las dos Invasiones Inglesas. De acuerdo los cabildantes se recabó permiso a la Junta. Con tal fin fueron comisionados don Manuel Aguirre y don Martín Grandoli, que se presentaron en el Fuerte con el proyecto bajo el brazo. 



Gravemente Saavedra y sus colegas estudiaron el asunto. Jamás sabremos qué paso por la mente de don Cornelio mientras repasaba ese proyecto que honraba indirectamente a varios compañeros suyos que acababan de ser echados, poco menos que a puntapiés, del gobierno. Lo cierto es que lo aprobó; únicamente la Junta señaló que las inscripciones debían limitarse al 25 de Mayo.

La ejecución del monumento se encomendó al más hábil constructor de entonces, el maestro mayor de obras Francisco Cañete, a la sazón ocupado en levantar el Coliseo de Comedias. El tiempo apremiaba y el Cabildo encareció a Cañete su máxima dedicación, por lo cual el maestro de obras abandonó el Coliseo y se entregó a la nueva faena, asegurando que estaría lista para el 25 de mayo. Y para demostrar que hablaba en serio, puso manos a la obra inmediatamente, cavándose los cimientos el 6 de abril, en medio de una plaza convulsionada por los acontecimientos políticos. El constructor contaba con un exiguo presupuesto de $ 6000.-, por lo cual no podía extenderse en proyectos demasiado ambiciosos. Debía ahorrar materiales y tiempo y se limitó a erigir un sencillo y nada pretencioso obelisco, que sería hueco por las dos razones antes citadas: los obreros podrían trabajar desde adentro y desde afuera, ganando en rapidez y empleando menos ladrillos. Para dar consistencia a la fábrica se le colocaría dentro un alma de madera dura. La idea de Cañete era que esta económica construcción sirviera de adorno en todo tiempo a la Plaza de la Victoria y que en los días de festejo pudiera usarse —como así se hizo— para sostener guirnaldas, cartelones y leyendas.

De sus diseños surgió un obelisco de estilo romano emplazado sobre un zócalo con dos gradas y un pedestal con cuatro ángulos entrantes y una cornisa. Fue tan económica la edificación, que sobraron ladrillos. La cúspide remataba en un feo vaso que no mejoraba el conjunto, que en suma tenía 14,92 m. de altura. El todo fue rodeado por una reja sostenida por doce pilastras de mampostería que culminaban en sencillas perillas de terracota. Para la verja, el Cabildo entregó 49 quintales y siete barras de hierro, que costaron —mano de obra del herrero incluida— la suma de $ 834.- con cinco reales.



A pesar de sus apuros y desvelos, Francisco Cañete no tuvo listo el monumento el 25 de mayo de 1811, pero de todas maneras se inauguró. Y de entrada fue mal llamado. Todo el mundo se refirió a él como “La Pirámide”, cuando en realidad siempre fue, nunca dejó de ser, y sigue siendo, un obelisco. 

El día de la inauguración, la señora de Moreno escribió al marido: “Están en una gran función en acción de gracias por la instalación de la Junta; predica Chorroarín, han hecho arcos triunfales, una Pirámide en medio de la Plaza, aunque no la han podido acabar...”. La pobre mujer ignoraba que su marido había muerto más de dos meses atrás, en alta mar.

También el prolijo Juan Manuel Beruti tomó la pluma y consignó escrupulosamente los festejos de la primera fiesta maya con su letra grande y redondeada, en esa especie de crónica que llevaba con paciencia benedictina: “En este mismo se construyó la gran pirámide que decora la Plaza Mayor de este capital y recuerda los triunfos a la posteridad de esta ciudad, la que se principió a levantar sus cimientos el 6 de abril último; pero aunque no está adornada con los jeroglíficos, enrejados y adornos que debe de tener por la cortedad del tiempo que ha mediado, sin embargo a los cuatro frentes, provisionalmente se le puso una décima en verso, alusiva a la obra y victorias que habían ganado las valerosas tropas de esta inmortal ciudad…”.




Durante los cuatro días de festejos que duró la celebración, la Pirámide fue rodeada por las banderas de los regimientos patrios. No podía tener mejor comienzo el primer monumento porteño.

El 31 de julio de 1811 la Junta resolvió rendir homenaje a Manuel Antonio Artigas y Felipe Pereyra Lucena, muertos valerosamente en acciones de guerra, y decretó que su memoria fuera eternamente recordada en una placa de bronce que sería colocada en el zócalo de la Pirámide. Pero antes de que el homenaje pudiera tener principio de ejecución, el ambiente político se espesó animosamente, el presidente Saavedra partió rumbo al norte para hacerse cargo del desvencijado Ejército del Alto Perú, y tan pronto se fue lo defenestraron: la Junta Grande nombró un Triunvirato, y en noviembre el Triunvirato acabó con la Junta Grande. En la baraúnda el decreto fue encarpetado y fue a dormir el largo sueño de las cosas olvidadas.

El 13 de febrero de 1812 el Cabildo volvió a acordarse de la Pirámide. En la inmensidad desierta y despareja de la Plaza de la Victoria, encuadrada entre la alta torre del Cabildo y el elevado arco central de la Recova, debía pasar desapercibida, y por ello, para realzar su aspecto, se colocaron cuatro faroles esquineros en la reja, alimentados a sebo de potro. Bienvenida la mejora, ya que en adelante la Pirámide fue el centro obligado de los festejos populares: a su pie se celebraron las victorias de Salta y Tucumán, y cuando la Asamblea General Constituyente de 1813 declaró fiesta cívica al 25 de Mayo, la Plaza de la Victoria pasó a ser el escenario obligado y la Pirámide su centro de atracción. Tres años después un grupo de hombres resuelve en Tucumán hacer de este suelo una Nación soberana, y a los pies de la Pirámide es jurada la Independencia en Buenos Aires. No es de extrañar entonces que el pueblo porteño cobrara cariño, un hondo afecto, a la modesta e inaparente construcción, y que primero poéticamente, luego de todo corazón comenzara a llamarla Altar de la Patria. 


Fragmento de la reja de la Pirámide

Pero vienen años malos, muy malos para la emergente República, y al llegar 1820 las rejas de la Pirámide sirven para atar las bridas de las montoneras de López y Ramírez, que terminan de doblegar a la orgullosa ciudad. Trago amargo, humillación merecida, que pasó, como todo en la vida. Lo cierto es que las montoneras se fueron y la Pirámide quedó. 

En 1826 el país parecía organizarse. Por lo menos así lo creía don Bernardino Rivadavia, Presidente de la Nación. Claro que estábamos en guerra con Brasil, que no había recursos, que el tesoro estaba desfondado y que las provincias no mostraban ningún entusiasmo por el primer mandatario, pero nada impedía que los gobernantes porteños trataran por lo menos de ser optimistas. 

O tal vez fuera que la Argentina intuía un porvenir, y como todos los que tienen futuro, quería rendir homenaje al pasado El 18 de mayo de 1826, don Bernardino —que no era hombre de planes chiquitos— elevó al Congreso General Constituyente un copioso proyecto de ley, dividido en 16 artículos, para hermosear la Plaza 25 de Mayo, impulsar el progreso de la ciudad y rendir homenaje a los autores de la Revolución de Mayo, todo en uno. Se trataba de lo siguiente: dentro de la planificación de aguas corrientes que estudiaba el gobierno, se levantaría en dicha plaza “una magnífica fuente de bronce, que recuerde constantemente a la posteridad el manantial de prosperidad y de glorias que nos abrió el denodado patriotismo de aquellos ciudadanos ilustres”. En la base se grabaría una leyenda: LA REPÚBLICA ARGENTINA A LOS AUTORES DE LA REVOLUCIÓN EN EL MEMORABLE 25 DE MAYO DE 1810. Y más abajo aún, en medallones, los nombres de esos autores.   Que Rivadavia —contemporáneo de la Revolución— no sabía justamente quiénes podrían ser estos, lo demuestra el alambicado procedimiento que señalaba el proyecto de ley para designarlos: un jury debía concretar las condiciones básicas para ser considerado autor de la Revolución, y otro jury, en base a esos datos, los identificaría, y entonces, además de inscribir sus nombres en los medallones, recibirían una pensión vitalicia y hereditaria. Algo así como un torneo con semifinales y todo…

El 24 de mayo habla el miembro informante de la comisión encargada de estudiar el proyecto. Es nada menos que Juan José Paso —“El Viejo”, como suelen llamarlo las nuevas generaciones—, que a los 68 años de edad ostenta un récord absoluto de permanencia en todos los gobiernos. Incluso fue secretario de la Junta del 25 de Mayo, dieciséis años atrás. Pero “El Viejo” arroja la bomba al oponerse al proyecto por razones económicas y al decir de los autores de la Revolución: “yo no me acuerdo a la verdad de ninguno”. Durante varias sesiones se entabla un extenso debate, por momentos bizantino, sobre quiénes podrían ser, o cómo se podría encontrar a esos benditos autores, pero la que emerge sólidamente de tales discusiones es que ninguno de los representantes sabía quiénes eran. 


Primera vista conocida de la Pirámide,
tomada desde el arco de la Recova.

Acuarela de Emeric Essex Vidal

Pero con identificaciones precisas o sin ellas, el asunto seguía su marcha. En la sesión del 9 de junio —la quinta en que se consideraba la magnífica fuente— el diputado Medina, que se oponía al proyecto, exclamó: “Mas, ¿para qué necesitamos más monumento que esa pirámide que tenemos en la Plaza de la Victoria? Ese es el monumento que ha de perpetuar la memoria de los héroes del 25 de Mayo”.

Medina resultó profeta, pero su mención estuvo a punto de acabar con la Pirámide, ya que atrajo la atención de todos hacia ella. El representante cordobés José Eugenio del Portillo saltó al ruedo. No le gustaba la Pirámide y defendió denodadamente a la fuente “para que no estemos a la humilde pirámide, que ese no es monumento respetable: más respetable es la fuente que se piensa…”.

José Valentín Gómez se plegó a la tesis de la no respetabilidad de la Pirámide, con tanto entusiasmo que propuso lisa y llanamente derribarla. El proyecto de Rivadavia hablaba de una fuente en la Plaza 25 de Mayo, entre el Fuerte y la Recova, dejando en paz a la Pirámide, que estaba en la Plaza de la Victoria, entre la Recova y el Cabildo. Y ese detalle no convencía a Gómez, que dedujo: “El lugar de la del 25 de Mayo, por su situación, no es aparente para un monumento tal, y desde luego haría un contraste un gran monumento allí para celebrar la memoria de esos ciudadanos, y un monumento tan triste en la Plaza de la Victoria, para recordar este día glorioso, porque al fin esta es la acepción que ha tomado: sería indispensable que ese monumento cuanto antes desaparezca de nuestra vista, porque él no puede ser más pequeño ni más imperfecto... porque es claro que esa pirámide tal cual existe no puede continuar por mucho tiempo, y que tampoco puede arrancárselo impunemente”.

Gómez estaba al tanto del enorme valor afectivo que ese “monumento tan triste” tenía para el pueblo, y que no se lo podría demoler sin levantar oposición. 

El ministro Julián Segundo de Agüero, presente en la sesión, manifestó que no tendría mayor inconveniente en que la fuente se levantara en la Plaza de la Victoria con preferencia a la del 25 de Mayo, pero no a costa de la Pirámide, y pronunció entonces las palabras más sensatas que se escucharon en el debate: “El Ministro que habla conoce toda la imperfección y pequeñez de ese monumento para perpetuar la memoria de un suceso tan grande, y cuya memoria debe ser entre nosotros eterna; pero tiene una consideración especial, que impide el que se eche por tierra ese monumento y que en su lugar se levante otro: y es el que es sumamente perjudicial y ruinoso en todo estado que un gobierno se acostumbre a deshacer todo los que los otros anteriores hayan hecho en cualquier tiempo, y especialmente en aquellas cosas que entre nosotros deben considerarse clásicas en un estado: esto es mucho más grande... Yo creo que sean cuales sean las impresiones de ese monumento y la pequeñez de esa pirámide consagrada a perpetuar la memoria del 25 de Mayo, ellos deben ser respetados”.


Tumba del canónigo Julián Segundo de Agüero
en la cripta de la Catedral Metropolitana
(foto propia)

Estupendas palabras, soberbios conceptos, dignos de un más frecuente recuerdo. Pero la opinión del Ministro no pesó en la hora de la votación. El Congreso resolvió derribar la Pirámide y levantar en su lugar la magnífica fuente de bronce. 

Cuando los congresales se reunieron al día siguiente, 10 de junio, el fantasma de la Pirámide seguía planeando sobre sus cabezas, y se habló de que en vez de la bendita fuente bien podría levantarse otra pirámide —también adjetivada de magnífica, por supuesto— en reemplazo de la primitiva, pero el representante Manuel Antonio de Castro, convencido antipiramidista y escéptico respecto de los verdaderos sentimientos populares, concluyó tajantemente: “Sobre todo, monumento ha de haber, y no ha de ser ese triste monumento que hay ahora; ha de haber otro más magnífico: porque eso del respeto que se tributa al monumento actual no es al monumento sino al objeto que alude”.

Y se votó nomás la ley el 10 de junio de 1826, de acuerdo al siguiente texto: 
Art. 1° En la Plaza de la Victoria se levantará a costa del tesoro nacional un monumento que subrogando al que hoy existe, perpetúe la memoria del glorioso 25 de Mayo de 1810 y la de los ciudadanos beneméritos, que por haberlo preparado deben considerarse los autores de la revolución que dio principio a la libertad e independencia de las Provincias Unidas del Río de la Plata.
Art. 2° El monumento consistirá en una magnífica fuente de bronce, que represente constantemente a la posteridad el manantial de prosperidades y glorias que nos abrió el denodado patriotismo de aquellos ciudadanos ilustres. 
Art. 3° En su base se grabará la siguiente inscripción: La República Argentina a los autores de la Revolución en el memorable 25 de Mayo de 1810. 
Art. 4° El Gobierno presentará oportunamente a la aprobación del Congreso el plano del monumento decretado por esta ley, y el presupuesto de su costo. 
Sin embargo, con ley y todo, la Pirámide no corría ningún peligro. El Congreso había discutido prolongadamente a través de seis sesiones en el aire, en plena estratósfera, sin tocar tierra en ningún momento. Se levantaría una magnífica fuente de bronce, de elevado costo, cuando no se tenían recursos para atender a lo inmediato; esa fuente arrojaría agua de un hipotético sistema de aguas corrientes que no existía ni en los planos y que Buenos Aires tardaría más de cincuenta años en tener. ¡Hermoso ejemplo de legislar en abstracto! Mientras el país se desangraba en una guerra exterior, mientras el espectro de la guerra civil amenazaba a las provincias y todo arriesgaba irse a pique de un momento a otro, el Congreso dedicaba seis largas sesiones a discutir un monumento cuya característica fundamental era la imposibilidad de hacerlo. Más allá de la sinceridad y patriotismo del unitarismo rivadaviano —que no ponernos en tela de juicio— este debate bizantino es una prueba preciosa de su falla esencial: dictaba leyes ideales, proyectaba estupendas obras en el papel, manejaba entelequias puras, sin detenerse en molestas e inoportunas realidades. El que tenga tiempo y ganas puede leer entero el debate en el tomo II de "Asambleas Constituyentes Argentinas", compiladas por Emilio Ravignani. Y una excusa se me ocurre: los señores diputados se reunían después de cenar —y entonces se cenaba copiosamente— y sospecho que la pesadez postprandial se dejó sentir en las discusiones, conspirando negativamente para que los legisladores se ubicaran en la realidad cotidiana. 

La historia de la magnífica fuente tuvo rápido epílogo. Rivadavia renunció, el Congreso se disolvió, toda autoridad nacional desapareció, y nadie pensó en levantar monumentos a nada.

Allí quedó la Pirámide, tosca, modesta, símbolo de algo demasiado grande para expresarlo en piedra y bronce.


El Cabildo y la Pirámide en 1829
Acuarela de Carlos E. Pellegrini

En 1834 se caía en ruinas. Mustia, descascarada, desmenuzada, mostraba los ladrillos de su alma argentina. El casi cuarto de siglo de existencia la había azotado duramente... Hubo que repararla a fondo, junto con la herrumbrada reja de barrotes torcidos. La lista de arreglos y remiendos demuestra que debió encontrarse en total abandono. Fue una verdadera restauración, que costó al gobierno provincial $ 699.- pagados al albañil Juan Sidders y al herrero Robert M. Gaw. Quedó terminada, pintada y reluciente en enero de 1835, justo dos meses antes de que asumiera el poder don Juan Manuel de Rosas.


La Pirámide y la Recova
Acuarela de Carlos E. Pellegrini

Si los unitarios eran hombres de ideas que tendían a eludir lo concreto inmediato, don Juan Manuel estaba constituido a la inversa. Tal vez no tuviera ideas, pero estaba sólidamente atornillado a la realidad. El Restaurador sabía lo que representaba la Pirámide para el pueblo, y durante su larga gestión la dejó tranquila. Como no le molestaba, no la molestó. A lo sumo —y según dice José Luis Lanuza— le mandó dar una mano de pintura roja, como para ponerla a tono con los tiempos.


La Pirámide en 1854

Llegó Caseros. Buenos Aires se separó de la Confederación, y allí siguió la Pirámide, disolviendo su mampostería a la intemperie. Veinte años se cumplían desde las últimas refacciones, cuando en 1854 se aprobó la ley de municipalidades. La de Buenos Aires se instaló el 3 de abril de 1856, y uno de sus primeros cuidados fue ordenar la reparación de la Pirámide, adecuándola a la nueva época que se iniciaba. La comisión nombrada al efecto estaba formada por Domingo Faustino Sarmiento, Felipe Botet e Isaac Fernández Blanco, que encargaron los proyectos y dirección de los trabajos al ingeniero Prilidiano Pueyrredón. Este planificó una reforma en regla, una modificación cabal. El asunto empezó en abril de 1856 y se prolongó hasta abril de 1857. ¡Siempre el mes de abril fue tremendo para la Pirámide! Gestada y edificada a todo trapo en un mes de abril, fue siempre en abril que se dispusieron reformas, agregados y reducciones.




Pueyrredón elevó la altura del monumento alargando y afinando el obelisco, y su cúspide se aplanó para colocar un soporte de sólido hierro sobre el que sujetar la estatua de la Libertad que hoy vemos; se aumentaron los escalones,  se remodelaron las molduras; en la cara este se colocó la sobria inscripción que aún se lee: 25 DE MAYO 1810, y sobre ella ese hermoso sol naciente cuyo diseño es eternamente moderno y actual; los ángulos entrantes del primitivo monumento se cubrieron para dar cabida a cuatro estatuas representando el Comercio, la Agricultura, las Ciencias y las Artes, horrores plásticos a los que era muy amante el siglo XIX, y a los que indudablemente se plegó entusiastamente el edil Sarmiento. Las cuatro estatuas, así como la de la Libertad —o de la República, según otros— las esculpió el francés Duburdieu en cemento. El 6 de mayo de 1856 comenzó a trabajar en la estatua de la Libertad, que estuvo terminada y emplazada para el 9 de julio, aunque debió retocarla un poco después, cambiándole el escudo —que representa al Derecho— y algunos detalles menores. El 5 de marzo de 1857 estuvieron listas las otras estatuas, el sol naciente y las guirnaldas.

También desapareció la reja original, que debía estar bastante deteriorada. El 17 de abril de 1856 fueron demolidas las doce pilastras y el 8 de julio estaba emplazada la verja nueva, con un farol de gas en cada esquina, reemplazando a los viejos de sebo de potro. Signo de los tiempos…

La nueva Pirámide, debida a la inspiración de Prilidiano Pueyrredón, fue entregada a las autoridades, flamante y terminada, el 27 de abril de 1857, y ese mismo día —¡oh asombro!— fue pagada religiosamente: $ 25.000.- en total. El monumento había pasado de unos catorce metros a 18.76 m de altura. En cuanto a la reja antigua, quería la leyenda que hubiera ido a adornar una carnicería de la calle Corrientes, entre Río Bamba y Ayacucho, pero aunque tras el rastro se arrojaron los sabuesos de la historia, ninguna prueba se sacó en limpio.




La reformada Pirámide debía ser estucada imitando mármol, tarea que demandó unos días más, confiriendo al monumento un aspecto rutilante. En la memoria municipal correspondiente, redactada por los concejales Sarmiento, Botet y Fernández Blanco, los eufóricos ediles anunciaron triunfalmente: “El sencillo monumento que se levanta en el centro de esta plaza ha sido embellecido con cinco estatuas y estucado sólidamente”. Exageraban. El sólido estucado del que se sentían tan orgullosos resultó un fiasco. Tuvieron que retocarlo varias veces porque se caía a pedazos, y apenas un año después se vieron precisados a estucar todo de nuevo. Entonces alguien propuso revestirla de mármol legítimo, pero la idea no prosperó.


La Pirámide en 1860

Así renovada y adornada, la Pirámide de Mayo volvió a ser testigo de un hecho histórico, cuando a sus pies las autoridades de la Provincia de Buenos Aires, encabezadas por Bartolomé Mitre, juraron la Constitución Nacional, el 21 de octubre de 1860.


Continuará mañana


martes, 25 de abril de 2017

Fachadas: Billinghurst 2521

Hoy no mostraremos, propiamente, un escudo, sino sólo un campo vacío. La intención de esta entrada no es de naturaleza heráldica, sino que busca llamar la atención acerca del problema de la preservación del patrimonio arquitectónico porteño.

Esta foto es de septiembre de 2016:


Debajo del balcón mayor hay un bello rostro rodeado de elementos decorativos vegetales; ese rostro mereció su lugar en La piedra que nos mira en octubre de 2016.




Entre las dos puertas, en la parte superior de ellas, la figura -que podría ser un campo heráldico vacío- que justifica la publicación de estas fotos aquí.



Pero, como vimos en la primera fotografía, la propiedad estaba tapiada y se había concretado su venta en septiembre pasado. Todo hacía temer entonces que la piqueta haría que se perdiera esta belleza decorativa, que es sólo una parte de la que ostentaba entonces la casona de Billinghurst 2521.

lunes, 24 de abril de 2017

"Belforte Propiedades"



En camino hacia mi trabajo, descubro en el suelo, pisoteado pero intacto, este volante de una inmobiliaria.  Naturalmente, me llama la atención el escudo,  por lo que recojo el papelito y, debidamente escaneado, aquí lo comparto.

Las imágenes que siguen, en cambio, proceden de la Red,


y esta en particular, del encabezamiento de la página web de la inmobiliaria:


De sable, un castillo (¿un fuerte?) de plata y gules, mazonado de sable, abierto, de dos torres. Ignoramos si hay alguna relación entre el apellido Belforte y la representación de un fuerte, como podría barruntarse.